martes, 28 de agosto de 2007

Exploraciones de la conciencia 3

Con alguna frecuencia he compartido acerca de los estados de conciencia (estados de ánimo), y me he dado cuenta de que los he identificado, mayormente, con estados emocionales en los que la conciencia se adhiere a la emocionalidad correspondiente (tristeza, depresión, miedo y otras). Realmente, en mi opinión, todos los estados normales de conciencia son estados de conciencia (estados de ánimo) en los cuales la conciencia, el yo soy que acompaña mi estado de vigilia, se identifica con una determinada (o ninguna - indiferencia - en gran cantidad de oportunidades) manera de ver el mundo y las circunstancias. Aquí se dan los racismos, los fanatismos religiosos y de todo tipo, odios y demás diferenciaciones que nos separan de otras personas. El yo soy de la conciencia está, como cualquier otra manera de ver de lo humano, constituída por la dualidad: el yo es la presencia que se incluye dentro de la infinitud y el soy que se incluye dentro de la eternidad y señala mi potencialidad que se hace manifestación y expresión en mi hacer y decir corporal; la presencia y la sucesión identificadas en una personalidad que las conlleva. Esta conciencia, como núcleo identificador, puede elevarse por encima de los estados de conciencia ordinarios para incluirse en la universalidad y la totalidad. Este es el más elevado estado de conciencia, que, en mi opinión, es el estado que alcanzan los maestros espirituales y los santos. Es el entendimiento de que cuanto me rodea y yo somos una misma unidad de sentido y de integración.
La conciencia se torna estado de vigilia no consciente de sí misma más que como accidentalidad circunstancial, influida como dolor físico o emocional o necesidad de comida, agua, procreación y todo un conjunto de actividades que nos han conformado desde nuestra primera infancia, principalmante, por el ego como estado de conciencia más frecuente. Esta no conciencia es cíclica, relacionada en nuestra dependencia del día y la noche como transcurso del movimiento de la tierra alrededor del sol. La mayor parte de nuestras actividades cotidianas transcurren dentro de la formación del ego como rutinas, como repeticiones de actos y rituales cíclicos diarios, semanales, mensuales y anuales, tornándose, imperceptiblemente, en una concepción temporal de nuestra vida. En este estado, rara vez nos hacemos conscientes de nuestros actos como seres de naturaleza trascendente, más aun, la temporalidad y espacialidad, que conceptualizamos, substituye nuestra libertad para estar conscientes y presentes en cada momento como simple potencialidad y poder de decisión. Somos una presencia trascendente que se ve envuelta en las circunstancias físicas y orgánicas de nuestra constitución animal. Pero, fundamentalmente, somos, en cada situación, circunstancia y experiencia una potencialidad de posibilidades según un conjunto de decisiones que vamos, automatizadamente, tomando y que, al final, pueden originar estados de conciencia indeseados o disfuncionales para nosotros y para quienes nos rodean. El ego es repetición y toma de decisiones dentro de un contexto predefinido por nuestra historia personal. Es no conciencia en estado de vigilia, para diferenciarlo del estado de sueño y de otros estados de inconsciencia como desmayos y estados de anestesia.
Adicionalmente al estado de conciencia rutinario del ego en la vida cotidiana tenemos otras situaciones en las que el estado de no conciencia es voluntario: cuando estamos ante un espectáculo, una proyección cinematográfica y otras actividades públicas que denominamos de entretenimiento y diversión, la conciencia se abstrae y nos desligamos de lo que nos rodea para, en una especie de estado de sueño en vigilia, enfocarnos en una "actividad contemplativa o activa".
Es así, pues, que nuestra conciencia, nuestro yo soy, está mayormente ausente, como presencia activa, y se mantiene apegada a maneras rutinarias, cíclicas y no cíclicas, de involucramiento con situaciones, circunstancias y experiencias. Tomamos decisiones alternativas continuamente dentro de patrones de comportamiento social, familiar e interpersonal sin detenernos a hacernos presentes, como una conciencia yo soy, y a separarnos de las situaciones para una mejor o, tal vez, diferente manera de encarar las cosas. Esto es, a mi manera de ver, inevitable, pues, incluso en nuestra manera de caminar, es más eficiente, aparentemente al menos, dejar que los automatismos sustituyan a la conciencia para que las actividades transcurran dentro de pautas naturales. Sin embargo, todo ello contribuye a que la conciencia se oculte casi permanentemente y que no la utilicemos cuando tenga mayor incidencia en la toma de decisiones acerca de las opciones que se nos presentan. Tal vez, solamente tal vez, esta es la causa de que nuestra capacidad para aprender se vea disminuida con relación a la capacidad de aprendizaje que nos caracterizaba como niños desde nuestro nacimiento hasta la adolescencia. No implicando esto que nuestra conciencia estuviera presente a dicha edad como estado maduro, pero sí que nuestra conciencia estaba absorta en el manejo de las situaciones en una forma que nos deparara la mayor ventaja y se tornara una constante busqueda de alternativas de decisión. Tal vez podríamos idear una mejor manera de madurar hacia la conciencia del yo soy de manera que la rutina y la repetición de ciclos y modos no apagara nuestra facultad receptiva. Pero esto es especulación porque nuestra naturaleza física debe condicionar de alguna manera nuestras receptividad y facultades internas para que el desenvolvimiento sea lo menos exigente desde una perspectiva mental. Al fin y al cabo nuestro cerebro tiene limitaciones que lo obligan a enfocar y discernir tareas externas para no sobrecargar con información las decisiones más simples. En tal sentido actúa también un factor que ha sido mencionado en estudios e investigaciones de naturaleza fisiológica y que se refiere a la necesidad que tienen nuestros sentidos físicos, nuestra capacidad receptiva de estímulos, de filtrar toda la información que nos rodea y que podría agobiarnos. Dentro de la masa de estímulos visuales, auditivos y sensoriales que nos rodean solamente accedemos a un conjunto muy pequeño de dichos estímulos, pues nuestra receptividad los selecciona dentro de rangos limitados en su amplitud y su especificidad.
Otro factor digno de mención, en nuestra no conciencia en estado de vigilia, es el denominado interés en nuestra manera de ver el mundo que nos rodea. A veces he compartido acerca de la no presencia en la conciencia de un cuadro que, de improviso, se hace presente a nuestra receptividad visual. Otras veces tal ausencia tiene que ver con nuestra constitución personal. Por ejemplo, los hombres, en la mayor parte, somos poco conscientes de la presencia de cortinas y otros elementos ornamentales dentro de las viviendas y otros lugares habitables. Las mujeres, por el contrario, son propicias a observar detalles como el calzado, el vestido, las cualidades ornamentales de objetos y distribuciones en los lugares públicos y privados. Todos estos factores contribuyen a nuestra no conciencia de la presencia de muchos elementos dentro de nuestra vida cotidiana. Nuestra no conciencia se ve favorecida por la amplia gama de estímulos de todo tipo, y contribuye de esa manera a que nuestra conciencia permanezca como "estado de conciencia" y no se haga presente como "conciencia dentro de un contexto".