viernes, 16 de abril de 2010

Reflejos 3

Cuando se está en el proceso de crecimiento interior, de aprendizaje hacia adentro, llega un momento en el que nos damos cuenta - aunque es abusivo extenderlo a otros, pero es en base a la observación de quienes han recorrido el camino - que el silencio hacia afuera pareciera ser la única conclusión del proceso. Silencio, al menos, en lo que se refiere a la importancia de emitir juicios y valoraciones que, de antemano, ya consideramos vacíos y producto de preconcepciones propias de lo material, pues este siempre es, por excelencia, el mundo de la negación, de lo negativo. En efecto, lo más notorio en el mundo material es la carencia, el vacío, la ausencia ante los sentidos de la percepción. Y esto se instala, posteriormente, a lo concebido, lo conceptualizado que aparece y desaparece en los momentos de figura-fondo que nos agobian constantemente con su cambio de perspectiva y de intereses.
Podemos imaginar, siempre en base a lo vivido, que la vida de nuestros antepasados más remotos transcurría en la continua persecución de la subsistencia, tanto en el sentido de satisfacer como en el de cuidar ante las eventualidades externas de animales y otras vulnerabilidades propias de nuestra condición mortal. Posteriormente, hasta llegar a nuestra situación actual, se fue haciendo más artificial, para expresarlo en alguna forma, nuestro transcurrir, debido a que el grupo humano logró la civilidad, y el único peligro inmediato es la presencia de otros seres de la misma especie pero de diferente condición animal, pues animales somos en nuestros niveles de conciencia más próximos a la materialidad.
Incluso, con el paso del tiempo y la complicación de nuestras concepciones sobre el mundo y nuestra presencia en él, aparecieron nuevas aspiraciones y apetencias. Entre estas últimas sobresale una, en mi momento figura-fondo presente, que se refiere al objetivo de nuestra presencia en el mundo. Hace ya tiempo admiraba una frase, oída o leída, que decía: "Una vida sin objeto no merece ser vivida". Y la connotación como oyente o lector era: "tengo que justificar mi vida ante el mundo que me rodea", sin detenerme a pensar en la otra posible connotación, más cónsona con la inteligencia del autor de dicha frase: "es fastidioso no tener un objetivo en la vida". Y es que, con el progreso de la civilidad, comenzamos a disponer de mayores facilidades de vida, y la consecución de nuestro sustento, así como la preservación de la vida ante el mundo circundante, se hizo menos agobiante, sin dejar de exigir su cuota de trabajo y angustias. Y, en tal contexto, no es válida la afirmación de "objetivo de vida", salvo el dinamismo requerido para mantener un estado de movilidad que nos aleje de la enfermedad, el debilitamiento y la muerte.
Solamente aparece, en nuestras concepciones, aspiraciones y apetencias, un nuevo horizonte, paralelo al antiguo de la consecución del sustento (alimentación y similares) y la preservación física: la satisfacción ante nuestro ser interior por nuestro devenir entre nuestros semejantes. Anteriormente la satisfacción solamente tenía una cara: la consecución del sustento y la preservación de la vida; actualmente tiene otra, tal vez más agobiante, por lo menos cuando la reflexión y la atención figura-fondo de nuestra percepción interior y exterior se nos hacen presentes, la justificación de nuestra colaboración con la civilidad que nos envuelve. Probablemente sea allí donde reside el valor de servir que tantos seres humanos, valiosos ante nuestros ojos, deciden acometer en sus proyectos de vida.
Aquí recuerdo uno de los planteamientos de Kant en su Crítica de la Razón Práctica, cuando, al hablar sobre "hacer el bien", se refiere a que dicho hacer no debe obedecer, incluso, a la creencia en un Dios o el temor de un castigo de su parte. Simplemente, el "hacer el bien" o proceder según la regla "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal" es únicamente porque ello es así. No hay justificación externa ni interna. Es así. Es el súmmum de la racionalidad, es la Razón Pura que ha llegado a la aprehensión de la totalidad inaccesible a nuestra materialidad, pero propia de nuestra condición trascendente que adopta al Espíritu como su reino de existencia, como el Reino de los Cielos en el que lo positivo no tiene contraposición con algo diferente, pues es siempre presente y existente: simplemente "es". Yo soy el que soy, y en tal ser, todo es en mí, cual mi mismo que se encuentra en cuanto es y que, en cuanto es, solamente concibe el equilibrio del ser sin contraposición alguna, aunque en la expresión de la palabra no logre eximirme del no ser.